Cifra de fallecimientos iguala a la de quienes perecieron calcinados, con 68 casos; nueve siguen hospitalizados
| REPLETO. El espacio en el panteón fue insuficiente, ante la cifra de víctimas. Foto: Áxel Chávez |
Cuando la columna de fuego se elevó en Tlahuelilpan por la explosión de la toma clandestina, el cuerpo de Érick fue alcanzado por las llamas, que consumieron su ropa y laceraron su piel, hasta dejarlo semiinconsciente; sin embargo, sobrevivió.
Tras una cirugía, la amputación de una mano gangrenada y dos paros cardiacos falleció en el Hospital General de Pachuca. Su caso, la muerte en un nosocomio pese a haberse salvado del incendio, es el mismo de 67 de las 81 personas que fueron trasladadas de emergencia para atención médica por quemaduras aquella noche del 18 de enero; es decir, el 82.71 por ciento.
La cifra de decesos, incluidos los 68 calcinados al momento en el que estalló el ducto, asciende a 135, con base en el último saldo preliminar del gobierno de Hidalgo; sin embargo, nueve continúan hospitalizados: uno se encuentra muy grave, dos graves, tres delicados y tres estables. Asimismo, sólo cinco han sido dados de alta, el 6 por ciento de los internos.
El segundo nombre de Érick es Osvaldo y sus apellidos Acosta Velasco. Su padre, don Luciano, estaba en el pueblo de Teltipán, a cinco minutos de San Primitivo, cuando vio como la lumbre alcanzó el cielo y condujo en su camioneta hasta el terreno siniestrado, porque le habían dicho que ahí estaba su hijo, de 24 años.
“Lo anduve buscando entre los que estaban calcinados, entre las llamaradas que estaban. Ahí andaba yo gritando: ‘mijo, mijo; Eri, Eri’. Alguien me conoció y me dijo: ‘Don Chano, acá está su hijo’. Tons, ya fui y lo levanté; ya lo tenían en la orilla de la zanja; lo levanté, ya estaba todo quemado; ya no traía ropa, ya no traía nada.
Del Hospital de Cinta Larga –saturado la primera noche por pacientes quemados–, los trasladaron a Pachuca, donde comenzaron las complicaciones.
“Como a la una y media de la mañana (del día 19) me hablaron porque estaba muy malo y necesitaban operarle las manos y las piernas para que le circulara la sangre porque los tendones se habían comprimido, y sí, le abrieron. Lo que pasa es que tiene un 20 por ciento de que va a vivir y un 80 por ciento de que no va a aguantar. Yo les dije: ‘ustedes hagan su trabajo, solamente Dios siempre tiene la última palabra’”, cuenta don Luciano, quien sepultó a su hijo en el panteón municipal, saturado, sin capacidad de recibir un cuerpo más.
Aunque de la operación salió bien, y al parecer evolucionaba médicamente, “como a los seis días me dijeron que le iban a cortar una mano. ‘Ya no le sirve, tenemos que cortársela’, me dijeron”.
No obstante que accedió, porque “teníamos que tomar decisiones, pues queríamos que viviera”, el problema creció con los días, y de la mano, la petición pasó a cortar todo el brazo, por la gangrena.
“Yo les dije: me lo voy a llevar en pedazos, ¿o qué?, pero (el médico) dijo que si no se lo quitaban le iba a llegar al cuerpo, y del cuerpo al corazón. Nomás que a los doctores les hizo falta un poco más de ética, no decírmelo ahí delante de él, porque escuchaba y me imagino que él se dejó fallecer porque no iba a soportar estar sin un brazo. Mejor no se la cortes, le dije; mejor déjalo así, que sea lo que Dios diga, porque si se la cortaban eran cinco o seis horas y después podía fallecer.
Al décimo día de internamiento, Érick tuvo un segundo paro cardiaco. “Me fueron a ver para que autorizara regresarlo. Mejor ya no lo hagan sufrir, ya no me lo despierten, déjenmelo así dormidito”, relató don Luciano, oriundo de la comunidad de Munitepec, tierra de agricultores en la que impera la pobreza.